“La
cultura es marketing”, y no incomoda a nadie al contrario hace que
indirectamente nos sintamos reconfortados, alegres. Esto porque
permite mostrar la cultura y hasta la identidad, lo que da espacio a
interpretaciones y reconocerla como tal. No incomoda que
elementos propios de una tribu, comunidad, país puedan ser vistos,
encontrados, con tal facilidad como se identifica alguien desde su
acento, desde las preferencias y gustos alimenticios.
El
marketing para la cultura es importante de lo contrario qué
traeríamos de recuerdo cuando regresamos de otro lugar, cómo
sabríamos qué es lo propio de allá para regalar a nuestra llegada
y afirmar que ese pequeño objeto de determinado país quiere decir
que es ese país. Es importante en tal medida pues permite vender,
exportar, copiar, difundir.
Pero
qué sucede cuando las expresiones culturales pierden su expresión,
que pasa cuando un sol pasto deja de ser un sol pasto y pasa a
transformarse en líneas formando algo que nadie sabe lo que
significa pero que todos las tienen y que todos, en espacial las
instituciones culturales, las regalan como sinónimo de preocupación
por la cultura y sus artesanos.
Seguramente
no pasa nada, porque el fin es decir que ese objeto es “parte de la
historia del lugar” y ya, o “que es una muestra de lo que fuimos”
y nada más. Y así, estamos haciendo marketing cultural sin
saberlo, estamos exportando nuestra cultura, identidad, sin un
significado fuerte que la respalde ante el que la desconoce, que no
sea el precio de ese objeto y la procedencia. Y es que el marketing
no tiene tiempo para detenimientos, eso sí incomoda.
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