Es de celebrarlo, en tanto que la película (un documental argumentado y dramatizado) tiene la gran virtud de volver a poner sobre el tapete el inconformismo de niños y adolescentes en las aulas de clase –que no es menor, valga decirlo, entre los universitarios–. No por leer ese inconformismo como producto de la pereza, ‘propia’ de los jóvenes, va a dejar de existir y de constituir uno de los mayores obstáculos para la educación; uno que, en consecuencia, todo educador tendría el deber de contrarrestar.
Por eso también es digno de celebrar el cuestionamiento a las lógicas de la escuela moderna, presente de principio a fin en la producción. Esas lógicas que entendieron que ‘contrarrestar’ significaba reprimir o vigilar, para premiar o castigar; esas posturas conductistas fundamentadas en el miedo y que los docentes suelen asumir con facilismo. Nada gratuito que en los colegios aún exista la nefasta figura del ‘coordinador de disciplina’, camuflada, ahora, como ‘coordinador de convivencia’; esa misma que en la universidad vuelve a degradarse, por completo, a la figura del ‘profesor lambón’.
Es de celebrar que los realizadores defiendan, así, “el desarrollo de una educación integral centrada en el amor, el respeto, la libertad y el aprendizaje”. Desarrollo del que valga rescatar el difícil e irrenunciable reto de una educación cada vez más lúdica –que no requiere que el profesor se convierta en un payaso, que más bien implica poner en práctica las bondades pedagógicas de la compleja y seria noción de juego–.
No es de celebrar, sin embargo, que en la defensa de esa propuesta los realizadores pequen de unilaterales. Que su mayor esfuerzo argumentativo apunte a que debería ser el estudiante, no el educador, el que decidiera los contenidos dignos de aprender; que descuiden, así, el examen crítico de los requerimientos de semejante propuesta. Es cierto que en el modelo tradicional, bajo la enseñanza de contenidos jerarquizados, poco o nada pareciera importar la calidad, en tanto que persona, y la libre elección del estudiante. Pero una vez fuera de las instituciones educativas, él mismo tendrá que enfrentarse a un sistema en el que, quiéralo o no, tan solo valdrá lo que pueda demostrar mediante títulos; él mismo entenderá que el anhelado cambio del modelo educativo requeriría de un cambio del sistema en general. Nada menos que una utopía.
Tal vez sea preferible reflexionar, entonces, sobre otro de los inconformismos que también señala la película, que no solo es subsanable sino que, a su vez, podría mitigar el de los estudiantes: el inconformismo del profesor. Pues “El que sabe, sabe, y el que no, enseña”. Así reza el dicho popular. Uno que apunta a desacreditar la docencia, pero que, en esencia, también se dice de todas las profesiones que no producen resultados de una manera directa y lucrativa. Un dicho agudo e insultante, que por más desconcertante que pueda parecer, encierra una creencia generalizada, incluso, entre los mismos profesores. Profesores infelices. Profesores vergonzantes.
Una causa del subdesarrollo es que la educación no sea prioritaria para los gobiernos; una consecuencia, que la docencia sea una de las profesiones más desagradecidas en cuanto a proporción entre inversión y remuneración. No por eso, sin embargo, dejará de ser una de las más nobles y esforzadas. No por eso el subdesarrollo será menos una cuestión de mentalidad. En contraste con las tesis de la película, bien podría ser que ese cambio de mentalidad fuera mucho más importante que el del modelo educativo como tal.
Con todo, sigue siendo objeto de celebración que La educación prohibida se presente como un aprendizaje continuo y nada concluyente. Mucho más, dada su insistencia en la imposibilidad de educar cuando no se es feliz; esa sí, una verdadera educación prohibida.
Texto de: Julián Cubillos
Twitter: @Julian_Cubillos
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