Por : Robert
Fisk
Lunes,
21 de marzo de 2011 a las 11:27
The
Independent
Con
que vamos a tomar todas las medidas necesarias para proteger a los
civiles libios, ¿cierto? Lástima que no se nos haya ocurrido hace
42 años. O 41 años. O… bueno, ustedes saben el resto. Y no nos
dejemos engañar sobre lo que en realidad significa la resolución
del Consejo de Seguridad. Una vez más, será el cambio de régimen.
Y así como en Irak –para usar una de las únicas frases memorables
de Tom Friedman en ese tiempo–, cuando el último dictador se vaya,
¿quién sabe qué clase de murciélagos saldrán de la caja?
Y
luego de Túnez y de Egipto, tenía que ser Libia, ¿verdad? Los
árabes de África del norte demandan libertad, democracia, no más
opresión. Sí, eso es lo que tienen en común. Pero otra cosa que
esas naciones tienen en común es que fuimos nosotros, los
occidentales, quienes alimentamos a sus dictaduras década tras
década. Los franceses acurrucaron a Ben Alí, los estadunidenses
apapacharon a Mubarak y los italianos arroparon a Gadafi hasta que
nuestro glorioso líder fue a resucitarlo de entre los muertos
políticos.
¿Sería
por eso, me pregunto, que no habíamos sabido de lord Blair de
Isfahán en fechas recientes? Sin duda debería haber estado allí,
aplaudiendo con júbilo ante una nueva intervención humanitaria. Tal
vez sólo está tomando un descanso entre episodios. O tal vez, como
los dragones en La reina de las hadas, de Spenser, está vomitando en
silencio panfletos católicos con todo el entusiasmo de un Gadafi en
pleno impulso.
Abramos
el telón apenas un poco y observemos la oscuridad que hay detrás.
Sí, Gadafi es un orate absoluto, un lunático del nivel de
Ajmadineyad de Irán o Lieberman de Israel, quien una vez, por
cierto, se puso a fanfarronear con que Mubarak podía irse al
infierno, pero se puso a temblar de miedo cuando Mubarak fue en
verdad lanzado en esa dirección. Y existe un elemento racista en
todo esto.
Medio
Oriente parece producir estos personajes… en oposición a Europa,
que en los 100 años pasados sólo ha producido a Berlusconi,
Mussolini, Stalin y el chaparrito aquél que era cabo en la
infantería de reserva del 16 regimiento bávaro y que de plano
perdió el seso cuando resultó elegido canciller en 1933… pero
ahora estamos volviendo a limpiar Medio Oriente y podemos olvidar
nuestro propio pasado colonial en este recinto de arena. Y por qué
no, cuando Gadafi dice a la gente de Bengasi: “iremos zenga, zenga
(callejón por callejón), casa por casa, cuarto por cuarto”.
Sin
duda es una intervención humanitaria que de veras, de veritas es una
buena idea. Después de todo, no habrá tropas en tierra. Desde
luego, si esta revolución fuese suprimida con violencia en, digamos,
Mauritania, no creo que exigiéramos zonas de exclusión aérea. Ni
en Costa de Marfil, pensándolo bien. Ni en ningún otro lugar de
África que no tuviera depósitos de petróleo, gas o minerales o
careciera de importancia en nuestra protección de Israel, la cual es
la verdadera razón de que Egipto nos importe tanto.
Enumeremos
algunas cosas que podrían resultar mal; demos una mirada de soslayo
a esos murciélagos que aún anidan en el reluciente y húmedo
interior de su caja. Supongamos que Gadafi se aferra en Trípoli y
que británicos, franceses y estadunidenses destruyen sus aviones,
vuelan sus aeropuertos, asaltan sus baterías de vehículos blindadas
y misiles y él sencillamente no desaparece. El jueves observé cómo,
poco antes de la votación en la ONU, el Pentágono comenzaba a
ilustrar a los periodistas sobre los peligros de toda la operación,
precisando que podría llevar días instalar una zona de exclusión
aérea.
Luego
está la truculencia y villanía de Gadafi mismo. La vimos este
viernes, cuando su ministro del Exterior anunció el cese del fuego y
el fin de todas las operaciones militares, sabiendo perfectamente,
por supuesto, que una fuerza de la OTAN decidida al cambio de régimen
no lo aceptaría y que eso permitiría a Gadafi presentarse como un
líder árabe amante de la paz que es víctima de la agresión de
Occidente: Omar Mujtar vive de nuevo.
¿Y
qué tal si sencillamente no llegamos a tiempo, si los tanques de
Gadafi siguen avanzando? Entonces enviamos mercenarios a ayudar a los
rebeldes. ¿Nos instalamos temporalmente en Bengasi, con consejeros,
ONG y la acostumbrada palabrería diplomática? Nótese cómo, en
este momento crítico, no hablamos ya de las tribus de Libia, ese
curtido pueblo guerrero que invocamos con entusiasmo hace un par de
semanas. Ahora hablamos de la necesidad de proteger al pueblo de
Libia, ya sin registrar a los senoussi, el grupo más poderoso de
familias tribales de Bengasi, cuyos hombres han librado gran parte de
los combates. El rey Idris, derrocado por Gadafi en 1969, era
senoussi. La bandera rebelde roja, blanca y verde –la vieja bandera
de la Libia prerrevolucionaria– es de hecho la bandera de Idris,
una bandera senoussi.
Ahora
supongamos que los insurrectos llegan a Trípoli (el punto clave de
todo el ejercicio, ¿no es así?): ¿serán bienvenidos allí? Sí,
hubo protestas en la capital, pero muchos de esos valientes
manifestantes venían de Bengasi. ¿Qué harán los partidarios de
Gadafi? ¿Se disgregarán? ¿Se darán cuenta de pronto de que
siempre sí odiaban a Gadafi y se unirán a la revolución? ¿O
continuarán la guerra civil?
¿Y
si los rebeldes entran en Trípoli y deciden que Gadafi y su demente
hijo Saif al-Islam deben recibir su merecido, junto con sus matones?
¿Vamos a cerrar los ojos a las matanzas de represalia, a los
ahorcamientos públicos, a tratos como los que los criminales de
Gadafi han infligido durante tantos años? Me pregunto. Libia no es
Egipto. Una vez más, Gadafi es un chiflado y, dado su extraño
desempeño con su Libro Verde en el balcón de su casa bombardeada,
es probable que de cuando en cuando también monte en cólera.
También
está el peligro de que las cosas salgan mal de nuestro lado: las
bombas que caen sobre civiles, los aviones de la OTAN que pueden ser
derribados o estrellarse en territorio de Gadafi, la súbita sospecha
entre los "rebeldes/el pueblo libio/los manifestantes" por
la democracia de que la ayuda de Occidente tiene, después de todo,
propósitos ulteriores. Y luego hay una aburrida regla universal en
todo esto: en el segundo en que se emplean las armas contra otro
gobierno, por mucha razón que se tenga, las cosas empiezan a
desencadenarse. Después de todo, los mismos rebeldes que la mañana
del jueves expresaban su furia ante la indiferencia de París
ondeaban banderas francesas la noche de ese día en Bengasi. ¡Viva
Estados Unidos! Hasta que…
Conozco
los viejos argumentos. Por mala que haya sido nuestra conducta en el
pasado, ¿qué debemos hacer ahora? Es un poco tarde para preguntar
eso. Amábamos a Gadafi cuando llegó al poder en 1969 y luego,
cuando mostró ser un orate, lo odiamos; después lo volvimos a amar
–hablo de cuando lord Blair le estrechó las manos– y ahora lo
odiamos de nuevo. ¿Acaso Arafat no tuvo un similar historial de
altibajos para los israelíes y los estadunidenses? Primero era un
superterrorista que anhelaba destruir a Israel, luego un
superestadista que estrechó las manos de Yitzhak Rabin, y luego de
nuevo se volvió un superterrorista cuando se dio cuenta de que había
sido engañado sobre el futuro de Palestina.
Algo
que podemos hacer es ubicar a los Gadafi y Saddam del porvenir que
alimentamos hoy, los futuros dementes sádicos de la cámara de
torturas que cultivan a sus jóvenes vampiros con nuestra ayuda
económica. En Uzbekistán, por ejemplo. Y en Turkmenistán,
Tayikistán, Chechenia y otros por el estilo. Hombres con los que
tenemos que tratar, que nos venderán petróleo, nos comprarán armas
y mantendrán a raya a los terroristas musulmanes.
Todo
es tan conocido que fastidia. Y ahora estamos de nuevo en ello, dando
puñetazos en el escritorio en unidad espiritual. No tenemos muchas
opciones, a menos que queramos ver otro Srebrenica, ¿verdad? Pero un
momento: ¿acaso aquello no ocurrió mucho después de que impusimos
nuestra zona de exclusión aérea en Bosnia?
Traducción:
Jorge Anaya
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