No hubo nadie que respondiera
por ella. Antes de la semana de que la “levantaron” de la orilla del tren, en
Coatzacoalcos, Veracruz, la convirtieron en la cocinera de los migrantes secuestrados
y de los jefes de casa de seguridad. “Al principio sólo les cocinaba pero
cuando me agarraron confianza me dieron su ropa para que se las lavara”, relata
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| DRAMA. Marisolina |
No hubo nadie que respondiera
por ella. Antes de la semana de que la “levantaron” de la orilla del tren, en
Coatzacoalcos, Veracruz, la convirtieron en la cocinera de los migrantes
secuestrados y de los jefes de casa de seguridad. “Al principio sólo les
cocinaba pero cuando me agarraron confianza me dieron su ropa para que se las
lavara”, relata.
Una noche, al terminar de
servir la cena, el hombre, a quien todos apodaban El Perro, que era como el
jefe de la casa de seguridad, se emborrachó, se metió mucha cocaína y le pidió
que se sentara a platicar con él. En ese momento le preguntó: “Güerita: ¿sabes
porque traigo la ropa tan sucia?
Marisolina recuerda que le
tenía mucho miedo a ese hombre porque siempre traía una arma colgando y
maltrataba mucho a los migrantes. “Le dije que imaginaba que arreglaban las
camionetas en las que trasladaban a los centroamericanos”.
El Perro soltó tremenda
carcajada y dijo: Yo soy el carnicero. No hago nada de mecánica. Mi trabajo es
deshacerme de la basura que no paga.
Atemorizada aún, relata aquel
momento: “De manera burlona y sin ningún remordimiento me contó que él era el
encargado de matar a los migrantes que no tenían para pagar el rescate. Dijo:
primero los hago en cachitos para que quepan en los tambos y luego les prendo
fuego hasta que no queda nada de esos pendejos”.
Esa noche no pudo dormir.
Estaba atenta a cualquier ruido. Escuchó entrar y salir gente de la casa pero
no tuvo el valor de asomarse a ver qué pasaba. A la mañana siguiente El Perro,
le dio a la lavar la ropa.
Guarda silencio unos minutos
antes de continuar su relato. Sin parar de llorar cuenta: “Yo lavé, muchas
veces, la sangre de esa gente. Al tallar la ropa salían los pedazos de carne.
Todo olía a hollín, que para mí, eso significa olor a muerte”.
Marisolina estuvo tres meses
bajo el cautiverio de un grupo que se hacía llamar Los Zetas. Ya sea en sus
parrandas o en las reuniones para arreglar negocios, ella era la encargada de
servirles la comida a los jefes. “Cuando se juntaban los escuchaba decir que
Los Zetas era un organización muy respetable. A veces me llevaban a un hotel
que rentaban en Coatzacoalcos. Ahí pude identificar la cadena de mando de La
compañía como ellos le decían a su organización”.
Los soldados, revela, eran los
que cuidaban de día y de noche a los migrantes. “Luego estaban los Alfa, a
ellos los escuché muchas veces hablar con los policías, con los de migración o
con los maquinistas. Ellos les avisaban cuando venía un grupo numeroso de
centroamericanos en el tren, o cuando los habían detenido.
Tratando de disimular el acento
salvadoreño, recuerda haber ubicado a seis carniceros, uno por cada casa de
seguridad. “Arriba de los carniceros estaban los meros jefes, ellos daban orden
de cuántos desaparecer”.
Se cubre el rostro al recordar
que ella conocía a muchos de los desaparecidos. “Un día me ordenaron que
subiera la comida a un cuarto al que nunca había entrado. El puro olor de ese
lugar me hacía llorar. Ahí tenían a los amarrados. Ellos eran los que no podían
pagar y estaban en la lista para ser asesinados. Los tenían cubiertos de los
ojos y esposados de las manos. Ya no salían de ahí más que para morir. A muchos
les di de comer en la noche y a la mañana siguiente ya no estaban. Y entonces
subían a otros. Vi desaparecer a muchos. Y me duele que no pude ayudar a
ninguno, aunque muchos me suplicaban”.
Una noche, tras un operativo
del Ejército en una de las casas de seguridad de Los Zetas, donde rescataron a
otros migrantes, El Perro le pidió a Marisolina y a una amiga que lo
acompañaran a comprar cigarros y refrescos. Afuera de una tienda las dejaron
ir, no sin antes advertirles que no dejaran que su boca las matara.
Largas caminatas, días y noches
sin comer, precedieron a la denuncia de su cautiverio bajo el mando de Los
Zetas. “No queríamos hablar con la policía porque no confiábamos en nadie.
Accedimos porque la gente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que nos
ayudaron mucho, dijeron que nuestro testimonio podía servir para evitar que
otra persona sufriera lo mismo que nosotras”.
Pero la peor decepción vino
después cuando personal de la Procuraduría General de la República les informó
que su situación de víctimas cambiaría a la de indiciadas porque “existía la
sospecha de que fuéramos gente de Los Zetas, no podían creer que después de
conocer la forma de operar de estos criminales, nos hubieran dejado libres así
nomas”.
Tomado de: http://www.eluniversal.com.mx/estados/77606.html

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