RAMIRO NAVARRETE, SU VIDA DESDE LA MONTAÑA
Su
muerte a sus treinta y nueve años de edad, en Nepal,
frente al Tíbet, después de haber coronado al Annapurna de 8.078
metros, fue la culminación de su historia y el inicio de una muy
semejante, que ahora palpita como su propia vida.
Ramiro Navarrete Carrera |
El
gran montañista Ramiro Navarrete Carrera, es ante el montañismo
ecuatoriano y el deporte carchense el referte humano de convicción y
esfuerzo. Y aunque para las actuales generaciones su nombre suene
desconocido, existe, aunque en pocos, una fuerte corriente que conoce
sobre su vida y práctica deportiva.
Existen documentos en manos de quienes recuerdan a Navarrete como el iniciador del montañismo en Ecuador, sobre esto el propio Iván Vallejo, el mejor montañista de la actualidad que logró subir los 14 ocho miles, ha reconocido en varias entrevistas que el “Gringo Navarrete” como se conocían en la escuela, es uno de sus referentes. “Su regreso a Ecuador, dice Vallejo, después de una larga temporada escalando en los Alpes, mientras terminaba su doctorado en filosofía (y en ese orden de importancia) entre Navarra e Inglaterra, significó una gran inyección de vitalidad para nuestro deporte, pero sobre todo nos presentó una manera distinta de ver y afrontar los retos en las montañas de los Andes… Yo tuve la enorme suerte de ser uno de sus amigos cercanos, o más bien, tuve la suerte de que él fuera uno de mis maestros: me enseñó fotografía, me adentró en las primeras expediciones fuera del país, pero sobre todo me enseñó a ver un horizonte más amplio y gigantesco que había más allá del Ecuador”. Añade. “Me dolió muchísimo la partida de Ramiro, con su ausencia perdí a mi gran amigo y a mi gran maestro”.
Existen documentos en manos de quienes recuerdan a Navarrete como el iniciador del montañismo en Ecuador, sobre esto el propio Iván Vallejo, el mejor montañista de la actualidad que logró subir los 14 ocho miles, ha reconocido en varias entrevistas que el “Gringo Navarrete” como se conocían en la escuela, es uno de sus referentes. “Su regreso a Ecuador, dice Vallejo, después de una larga temporada escalando en los Alpes, mientras terminaba su doctorado en filosofía (y en ese orden de importancia) entre Navarra e Inglaterra, significó una gran inyección de vitalidad para nuestro deporte, pero sobre todo nos presentó una manera distinta de ver y afrontar los retos en las montañas de los Andes… Yo tuve la enorme suerte de ser uno de sus amigos cercanos, o más bien, tuve la suerte de que él fuera uno de mis maestros: me enseñó fotografía, me adentró en las primeras expediciones fuera del país, pero sobre todo me enseñó a ver un horizonte más amplio y gigantesco que había más allá del Ecuador”. Añade. “Me dolió muchísimo la partida de Ramiro, con su ausencia perdí a mi gran amigo y a mi gran maestro”.
Por
otra parte, Fernando Benavides Ortiz quien fue compañero de
Navarrete en una escuela en San Gabriel y ha seguido la vida del
montañista desde su amistad en Europa, nos acerca a Navarrete a casi
22 años de su muerte en el Nepal, cordillera del Himalaya, donde
yace sepultado.
Nació
en San Gabriel (1.949). Sus padres fueron los señores José
Navarrete y Rita Carrera Landázuri. Sus estudios primarios los
realizó en la Escuela Católica Pio XX de San Gabriel, dirigida en
sus inicios, por los padres Josefinos de nacionalidad italiana.
En
su edad infantil ya demostraba su gusto exquisito por la naturaleza,
era amante de los paseos al campo e incansable en los juegos del
bosque. Su liderazgo innato, con insistencia en el orden y la
puntualidad fue la particularidad que lo distinguía del grupo; quien
no estaba dentro de este esquema, no entraba en sus planes para la
excursión del fin de semana. Allí fraguó su personalidad, el
compañerismo y el tesón, en otras palabras, creó expectativas
“fuera de serie”, reservadas para los privilegiados amantes de la
naturaleza. La secundaria la realizó en el Colegio San Gabriel de
Quito donde encontró el hábitat perfecto para cristalizar su sueño,
el sueño de subir a la montaña, a la más alta… Ingresó al Grupo
de Ascensionismo de este Plantel dirigido por el Padre José Ribas en
el que junto a sus compañeros desarrolló los placeres inefables y
ennoblecedores de la naturaleza, donde la larga andadura cargada de
hechos, aventuras, sufrimientos, amistades, sacrificios, lágrimas y
alegrías lo llevó a ser considerado como el mejor montañista
latinoamericano. Hizo equipo con los grandes escaladores del mundo y
desafió a las cumbres más difíciles, hasta convertirse en el
primer ecuatoriano en conseguir dos ocho miles, con los Himalaya como
testigos de honor. Este bagaje de experiencias lo convirtieron en el
maestro del ascencionismo ecuatoriano y reconocido internacionalmente
como uno de los mejores. Dueño de un rico anecdotario en el que se
conoce su valor intrépido, como en el descenso al cráter del
Cotopaxi en el que por escasos minutos logró salvar su vida, o con
el ascenso al Cervino, Italia, la montaña virgen más alta del
mundo, narrado por él mismo en un brillante artículo.
SU
PROPIA HISTORIA
Ramiro
Navarrete Carrera, el primer latinoamericano en escalar la cara norte
del Cervino, Italia. Tomado de la Revista Montaña del Grupo de
Ascencionismo del Colegio San Gabriel, seleccionado de la revista
Andinismo Nº1 del Banco Central. (Quito, 1979 pág. 32.)
Escribe
Ramiro Navarrete:
Cuando
era niño vi una vez en un calendario unas preciosas láminas a todo
color que me impresionaron muchísimo. Eran paisajes de Suiza. Lo
único que sabía acerca de este país era que allí, todo el mundo,
llevaba dos y tres relojes en cada muñeca, y si alguno se estropeaba
nadie pensaba en repararlo, sino que se compraba inmediatamente uno
nuevo. Aquellas fotografías fueron para mí una revelación: Suiza
era un lugar realmente maravilloso. ¡Casitas de madera con techos
inclinados y balcones llenos de flores; las vacas pastando
tranquilamente en medio de prados limpios, junto a bosques de abetos
y arroyos cristalinos; lagos azules y cisnes blancos; estandartes; la
torre puntiaguda de una iglesia asomando por encima de los tejados;
verdes colinas onduladas y, al fondo de todo, la imponente majestad
de los Alpes con sus agudas cumbres cubiertas de nieves perpetuas!
Sí,
los suizos no tendrán tantos relojes como yo pensaba, pero eran sin
duda unos seres afortunados.
Recuerdo
las montañas. ¡Qué diferencia con las lomas que rodeaban mi
pueblo! En casa se decía que durante los días claros era posible
distinguir en la lejanía la cúpula blanca del Cayambe, pero nunca
pude comprobarlo. Las únicas cumbres nevadas que conocía estaban en
las páginas de mi libro Escolar Ecuatoriano, y eran muy diferentes a
las del calendario. Estas me parecían castillos encantados, con sus
torres, almenas y atalayas recortadas sobre el horizonte; estaban
defendidas por paredes colosales donde la nieve se sostenía con
dificultad y cercadas de glaciares resquebrajadas que descendían
hasta los valles en increíbles cascadas de hielo. Eran lo que se
dice, auténticas montañas. Había una que me entusiasmaba, al pie
de la foto ponía: Matterhom-Valais. ¿Es posible que pueda existir
sobre la tierra una montaña así?, pensaba. En aquella época no
tenía yo ni la más remota idea sobre el alpinismo, incluso la
palabra era desconocida. Embebido en la lectura soñaba con emular
algún día las hazañas de mis héroes favoritos, y que yo supiera
éstos nunca escalaban nada que no fuera un árbol, los mástiles de
los veleros o las murallas de una fortaleza enemiga. ¿Por qué,
entonces, contemplando aquella enorme y solitaria pirámide mis manos
florecían y mi respiración se aceleraba… igual que cuando veía a
Sandokan con la cimitarra entre los dientes lanzándose al abordaje,
o al Capitan Ahab con su pata de palo y los cabellos al viento surcar
los siete mares en busca de Moby Dick?
Aquel
Calendario de 1957 fue a parar Dios sabe dónde, pero la impresión
que me produjo quedó grabada para siempre. Veinte años después, en
medio de una noche de tormenta, acurrucado sobre una pequeña repisa
a mil metros del suelo. Comprendí de pronto lo que aquella montaña
de papel había significado en mi vida. Tenía las manos agarrotadas
de aferrarme durante dos días a las rocas heladas de la pared, los
pies insensibles, probablemente congelados, y una sed espantosa como
un pedrusco en mitad de la garganta. A mi lado, dos hombres con los
que apenas lograba entenderme, hacían esfuerzos indecibles porque el
viento no se llevara la tela de nylon que nos cubría. Aún quedaban
doscientos metros hasta la cima, pero si no paraba de nevar, nunca
podríamos salir de allí. Yo era feliz, sin embargo, inmensamente
feliz.
Los
pasajes que vienen a continuación están sacados de mi cuaderno.
Fueron escritos cuando todavía conservaba en los huesos el frío de
aquellas jornadas y en el rostro la satisfacción de haber hecho algo
realmente hermoso. Es un quehacer extraño este de subir montañas.
Nos pasamos la vida soñando con una cumbre, una arista, una pared.
Un buen día nos decidimos. Todo ocurre entonces tan de prisa que
casi no nos damos cuenta. ¿Qué nos queda al final? Un bello
recuerdo y una historia que contar.
Entrañables amigos, no hace falta pensar para reconocer el valor de un carchense.
ResponderEliminarLindo artículo que honra a un hombre extraordinario. Gracias.
ResponderEliminarSi nació en San Gabriel de niñito conoció a la Vía Láctea que marca destinos, habrá bebido esa blanca leche cósmica y por ese camino se fue al Himalaya y juro que lo volveré a encontrar en la Vía Láctea, así como por única vez le conocía y hablamos tal vez diez minutos en la avenida Seis de Diciembre, semanas antes de su viaje final.
ResponderEliminarUn ser inconmensurable. Desafió las leyes de la naturaleza y del convencionalismo. Trepó a lo alto, a lo más alto que un ser humano puede llegar y legó a los de su generación y las siguientes el indómito espíritu del sangabrieleño que no se arredra ante lo imposible. Comparto la visión de Leopoldo, en la Vía Láctea, nos encontraremos
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